viernes, 2 de septiembre de 2011
Mírala otra vez, Sam
viernes, 26 de agosto de 2011
La montaña rusa
En esta ocasión, el 3D se pone al servicio de una película que trabaja el terror a través de accidentes casuales, de un miedo cotidiano, del pánico a una muerte inexorable. Quizá por eso, Destino final 3 era, hasta la fecha, el paradigma de esta idea. Si la primera arrancaba en un avión, la segunda en una autopista y la cuarta en un circuito de carreras; la tercera situaba el accidente en un parque de atracciones. Qué mejor escenario que una montaña rusa para una serie de películas que ha reposado sobre la adrenalina; qué digo, que pretende ser adrenalina en si misma.

domingo, 10 de julio de 2011
Misery exploitation
La mayor parte de las películas que vi en la sección oficial de Karlovy Vary siguen un patrón similar: se agarran a personajes marginales y a situaciones exageradamente dramáticas, ofreciendo un exhaustivo catálogo de miserias. Por el festival ha pasado una madre de alquiler que se ve obligada a hacer cine porno para pagar el tratamiento de su hija enferma de cáncer; una chica cuya madre no le da cariño porque prefiere centrarse en la hermana deficiente; un chico con problemas para andar; una niña que debe aprender a vivir tras los abusos de su padre; un hombre que perdió a su hija; una hombre que quiere vengar a su esposa, violada por el vecino…
Parecería que basta con elegir un tema duro para hacer una película. Mi pregunta, a menudo, suele ser: ¿qué aporta el director en todo esto? Tengo la sensación de que algunos realizadores explotan a sus personajes para que estos les hagan todo el trabajo, los meten en el lodo cuando ellos permanecen en la superficie, y no dudan en meter el dedo en la llaga. Esa es su especialidad. Detrás de estos filmes no hay una idea cinematográfica; ni siquiera una exploración profunda de la miseria.
jueves, 7 de julio de 2011
Back on the road

domingo, 3 de julio de 2011
¿Quiénes son estos?: Una cosa que no me ha gustado de ‘El ala oeste’
Me parece algo absolutamente dramático que, llegados a un punto, una serie de televisión cambie de manera tan drástica que el espectador no alcance a reconocer a los personajes que lo han acompañado hasta el momento. Se supone que uno de los trucos de la serialidad es ese rollo tan manido de que los personajes son como de la familia o que cada martes (o el día que sea) se cuelan en tu casa.
Ya sé que hace tiempo que El ala oeste terminó, y supongo que en su momento los fans estarían hechos una furia y que no digo nada que no esté en los foros, pero… la serie murió con la desvinculación de Aaron Sorkin. Los personajes son de su autor y, sin Sorkin, esos señores que aparecen en mi televisor con el rostro de Josh, C.J. o del presidente Bartlet son otros. Ahora, los que entran en mi casa cada martes no son más que extraños.
Veo más de Josh Lyman en el loco del Facebook de La red social que en el tipo de los últimos capítulos de la serie. Por lo visto, los personajes han dejado de hablar rápido y de soltar réplicas brillantes en un segundo; ahora (en algún punto más allá de la cuarta temporada) lo que se estila es el monólogo. Pero, sobre todo, lo que más duele es ver como las charlas en los pasillos con la cámara siguiendo a los personajes como una culebra han dado paso a un sencillo plano contra plano.
Ah, otra cosa que en su momento sí me gustó de El ala oeste es la idea de que el presidente del gobierno sea Martin Sheen, un actor que pesa en el recuerdo sobre todo por su papel de rebelde en Malas tierras (hay un momento en la serie en que se nombre justamente el título original Badlands). En aquella película de Terrence Malick, interpretaba a un joven basurero que termina convertido a la vez en un bandido y en un mito. Al final, Malick lo muestra esposado y rodeado de policías que anhelan cualquier objeto suyo, pues lo consideran una auténtica leyenda. También me gusta que la primera dama sea Stockard Channing, la chica mala (pero buena) del instituto de Grease.
Lo bello y lo hoy
martes, 14 de junio de 2011
Tres cosas que me gustan (de momento) de 'El ala oeste'
Que la cámara se mueva constantemente por los pasillos de la Casa Blanca. Las puertas a menudo están abiertas y cuando se cierran lo suelen hacer en nuestros morros, realzando (por contraposición) esta idea del espacio abierto. Se dispone así una coreografía en la que todas las piezas se mueven: la cámara y los personajes. En cierta manera, tiene el espíritu de un musical: la palabra, el texto de Aaron Sorkin, adquiere la dimensión de una canción.
2
Que, pese a esa voluntad de fundirse con el espacio (la Casa Blanca), la serie no sea tan rígida y dogmática como para no permitirse salir de allí. Me gusta que en la primera temporada la divertida relación entre CJ Cregg (secretaria de prensa) y el periodista Danny se dibuje únicamente en sus encuentros en ese edificio y que no se muestre el único encuentro que tienen fuera. Pero me gusta también que la serie no se aferre a la premisa de moverse dentro de la Casa Blanca. Por eso me gusta el capítulo del viaje en avión (The Portland Trip) y una de las ideas que allí se apuntan. Preguntado sobre por qué el avión despegó de noche, el presidente responde que es maravilloso sobrevolar el paisaje a oscuras, desafiar las normas que dicen que se debe aprovechar el día, que es romántico. Otro (estancado en la escritura creativa de un informe) añade que un viaje así es poético. Finalmente, el presidente reconoce que salieron de noche porque antes tenía una reunión; pero que hubiese sido hermoso que fuera tan sólo por el primer motivo. Esa idea de la posibilidad, de cómo la excepción abre la puerta a lo poético, a lo creativo, me pareció bonita. Además, en cierta manera se adecua a la serie, que, encerrada habitualmente entre las paredes de la Casa Blanca, sale excepcionalmente para sobrevolar el paisaje nocturno.
3
Que pese a su posado de serie de guión, en la que la épica se construye sobre una frase o un diálogo, cuide lo visual. Un ejemplo pequeño: al principio de la segunda temporada, Toby va a ver al presidente después de haber metido la pata; el presidente no lo quiere atender así que sale del despacho y su ayudante se inventa una excusa; la cámara sigue al presidente desde el interior, a través de las ventanas, hasta terminar en Toby, que lo ve y se da cuenta así que le han mentido, que no lo quieren ver.
… y 4
Que Leo McGarry –alcohólico, mano derecha del presidente y jefe de todo el clan de personajes que se mueven por esos pasillos y estancias abiertas– le cuente a Josh –su ayudante, traumatizado después de haber vivido un tiroteo en primera persona– la siguiente historia:
Un tipo cae en un agujero y no puede salir. Por ahí pasa un médico. El tipo le pide ayuda y el doctor escribe una receta, se la tira en el agujero y se va. Luego pasa un cura. El tipo le pide ayuda y el cura le escribe una plegaria, se la tira y se va. Finalmente pasa un amigo. El tipo le pide ayuda y el amigo se tira al agujero. “¿Estás loco?”, pregunta el tipo. “No”, dice el amigo, “he estado aquí antes y sé cómo salir”.
jueves, 9 de junio de 2011
Uno para todos y todos para ninguno
lunes, 23 de mayo de 2011
El mundo de las posibilidades
Sin grandes alardes, Woody Allen abre la puerta a un mundo mágico. En un momento de Midnight in Paris, Owen Wilson (cuya interpretación de Gil, un hombre prometido e inseguro, no está a la altura del maduro hombre casado y cansado de Carta blanca) se sienta en las escalinatas de un rincón parisino. Suenan las campanadas de media noche y, como si se tratara del cuento de la cenicienta, aparece un coche antiguo que se para frente a él. Admirador del París de los años veinte, el acomodado guionista y aspirante a escritor de novelas interpretado por Wilson, se sube al coche y es transportado a aquella época que tanto adora. Allen se basta con un plano contra plano y con el sonido de las campanadas para dibujar el momento más hermoso de su filme: un viaje en el tiempo que permite al director de Annie Hall dar rienda suelta a todo tipo de referencias culturales, desde Buñuel a Scott Fitzgerald. La película se deja arrastrar hacia el agujero negro del deseo y la imaginación: en una escena de Midnight in Paris, Gil encuentra el diario de una joven de los años veinte (musa de Picasso, Braque, etc) con la que ha entablado una relación; ella escribe sobre Gil, convirtiendo el viaje en el tiempo en algo real. Es como si la peonza de Origen finalmente dejara de rodar y cayera: la aventura del protagonista en los años veinte no es un sueño, es una realidad. De la misma manera, el viaje en el tiempo no es uno, sino que se multiplica en niveles, como sucediera con los sueños en el filme de Christopher Nolan. Ahora bien: lo que en Nolan es un dispositivo narrativo de alto riesgo y tiempo real; en Allen es un recurso mágico pero sencillo.
Acostumbrado a trabajar con ahínco la palabra, Allen termina Midnight in Paris con una moraleja apuntalada sobre los diálogos. El discurso final de la película queda perfectamente definido: hay que dar un portazo a la nostalgia y vivir el presente, vivir lo que es y está y no lo que pudo haber sido. Allen revela esta idea a través de la palabra.
El discurso se sitúa a las antípodas del planteamiento de un filme como The Artist: concebido para emular las maneras del cine mudo, para celebrar sin matices la nostalgia por el cine que fue (el protagonista, estrella del cine silente que no sabe aceptar el sonoro acaba encontrando su rinconcito en el musical). En cierta manera, resulta una propuesta tan placentera como desesperanzadora: sólo existe la mirada hacia atrás y el presente (del cine) desaparece.
La proclama final de Owen Wilson en Midnight in Paris resulta una afirmación curiosa si tenemos en cuenta que Allen puede ser visto como un nostálgico irredento: se pasa el grueso del filme dando rienda suelta a guiños cargados de añoranza. En una época en que el mundo de la imagen y lo virtual se despliega ante nosotros, Woody Allen ha hecho una película que quiere reafirmarse en lo real, en lo que es, ante el sinfín de posibilidades que se le presentan al protagonista.
***
La silueta de los dos protagonistas de Restless está dibujada con tiza en el suelo. Son las huellas de aquellos que estuvieron allí, tumbados, agarrados de la mano. Puede que sea la película más emotiva de Gus Van Sant: es pequeña e íntima, muy a la manera del último tema de su banda sonora, The Fairest of the Seasons, de Nico. Todo arranca con el clásico chico conoce a chica, pero lo hace con la sombra de la muerte planeando sobre ambos: Enoch está de luto por la muerte de sus padres, Annabel debe lidiar con un cáncer. Incapaz de confrontarse a la realidad, el chico encuentra el escape a través de un amigo imaginario, un kamikaze llamado Hiroshi. En uno de los momentos más hermosos del filme, Van Sant filma a los tres jóvenes en un plano contra plano. A un lado está Enoch con la figura del kamikaze imaginario de fondo, difuminado; al otro, Enoch con Annabel, ambos nítidos. Se describe así el pulso entre aquello que es y aquello que no es. Enoch da el paso y va a visitar a Annabel al hospital después de ver como una carta de su amigo nipón desaparece de sus manos, pues no es más que un producto de la imaginación; lo que queda ante él es el libro de ornitología de Annabel, pues ella sí que es y está. Con un tema tan difícil como el cáncer (y la enfermedad en un adolescente) de fondo, Van Sant realiza una película sobre la madurez, sobre la aceptación y la generosidad. He aquí el trayecto que emprende Enoch, ensimismado y asistente a funerales en los que no pinta nada al principio y apoyo de Annabel al final. Enoch no deja a un lado a Hiroshi, sino que puede convivir con ambos: con el luto representado por su amigo imaginario y con la realidad de una novia que, en sus últimos días de vida, necesita que él actúe y esté presente junto a ella. Restless celebra así el mundo de las posibilidades y la aceptación de la realidad: cada cosa en su sitio y siempre desde la plena conciencia.
Es en el momento en que los dos protagonistas están tumbados en el asfalto, con sus siluetas marcadas en tiza, que Enoch le cuenta a Annabel que sus padres fallecieron en un accidente de coche. El sonido irreal de un coche y un cuervo invade la escena, en una expresión intangible de aquello que está contando Enoch. No es la primera vez que Van Sant usa el sonido para ir más allá de lo físico, para plasmar el estado de ánimo. En Paranoid Park, cuando el protagonista regresa a casa tras la muerte de un hombre en las vías del tren, Van Sant lo filma en la ducha, a cámara lenta, pegado a su rostro, oculto por el pelo mojado desde el que se deslizan las gotas de agua. Pronto oímos el sonido de los pájaros y el cuerpo del chico descubre las baldosas de la ducha, en las que se pueden ver unos pajaritos. Van Sant se aleja de lo real de la escena y alcanza una realidad más profunda, moral, íntima: el estado de ánimo del chico, que se desmorona. La escena de Restless resulta similar: el sonido del coche describe lo que pasó, pero los cuervos transmiten ese halo intangible de muerte que sobrevuela todo el filme.
Allen da un portazo a la nostalgia a través de un diálogo que desmiente lo que vimos hasta ese instante. Van Sant juega con las ideas de lo abstracto y lo imaginario a través de la puesta en escena: de un plano contra plano, de un sonido que nos transporta hacia otro lugar, hacia un estado de ánimo, un sentimiento.